Desde San Francisco del Monte de Oro, provincia de San Luis, la ilustradora comparte sus trabajos en collage ecológico, una técnica donde el azar, el asombro, el desapego y el juego se dan la mano en cada nueva creación
Para esta técnica no hay materiales preferidos. Utilizo todo lo que encuentre sobre el suelo mientras voy caminando: ramitas, semillas, hojas, frutos, pétalos, flores, vainas, trozos de madera, piedras y más.
Lo primero que hago es acomodar el taller. No sólo por una cuestión de espacio y organización —ya que para esta técnica necesito bastante lugar— , sino por una cuestión visual; necesito sentirme a gusto para empezar un trabajo nuevo y el orden me es agradable — aunque solo dure muy poco, porque les aseguro que en pocos minutos, el lugar se vuelve un caos—.
Después coloco sobre la mesa un papel de gramaje grueso previamente pintado —tengo varios, en lo posible texturados—.
En tercer lugar busco las hojas, ramas, semillas y todo el material que necesito, que creo que podría servir para realizar la ilustración que quiero —todo está clasificado y ordenado en cajas, libros, servilletas y frascos—. Luego empiezo a probar, apoyando sobre la hoja los elementos hasta encontrar algo que me guste.
Todo lo resuelvo con elementos naturales; no intervengo con fibras, pintura, photoshop, ni ninguna otra herramienta. Si los elementos son muy pequeños —por ejemplo semillas muy pequeñas para los ojos—, utilizo una pinza.
Cuando el trabajo está terminado, lo fotografío varias veces y después, a pesar de que me dé lástima, lo desarmo. Porque es imposible guardarlo a menos que sea de manera digital.
Hojas previamente pintadas con acuarela, acrílico, o con gesso, porque adoro las texturas. Libros, diarios y revistas que en su interior tienen cientos de hojas aplastadas y secas; mis frascos clasificados con semillas, frutos, flores secas, piedritas, semillitas; cajas con ramas, vainas, hojas alargadas, trozos de madera, espinas y lo que se te ocurra. También una pinza de depilar y otra con una punta menos delgada, ambas para manipular miniaturas.
Luz, doble luz —incluso cuando hay mucho sol—. Anteojos, mate, café y de vez en cuando algo dulce. A veces, música, según el estado de ánimo y la concentración que requiera. Por último, el celular o una buena cámara para sacar fotos.
Todo: salir a caminar y juntar cosas nuevas, averiguar de qué planta proviene cada elemento que encuentro, conocer sus nombres, descubrir la flora del lugar; y la creación de la ilustración, por supuesto.
Esa parte, además de disfrutable, es muy divertida. También —aunque un poco menos— el retoque digital que es mínimo. Lo que no me gusta nada es limpiar la mesa después.
En esta técnica, la que elige la paleta de color es la naturaleza. Por suerte son colores cálidos, de tierra, que son los que más me gustan y los que siempre utilizo cuando trabajo acrílico o acuarela. Muy rara vez uso colores fríos y en este caso, prácticamente no existen.
El collage ecológico es, de todas las técnicas, la que más me permite jugar. Desde juntar cosas del suelo como lo haría un niño, hasta ir colocando los elementos sobre la hoja, moviéndolos, cambiando unos por otros, probar diferentes opciones, tratar a veces de que no se caigan o se vuelen con el viento. Es muy divertido. Además, me doy el lujo de no tener miedo al error, porque lo armo y lo desarmo cuando quiero: todo es remediable. Y algo importante —al menos para mí— es que me sirve para romper estructuras —sobre todo morfológicas—, ya que yo no adapto las hojas a la forma que quiero —no las recorto, por ejemplo—, sino que tengo que improvisar con el material que tengo y eso es todo un desafío. Esto hace que descubra muchas maneras nuevas de crear un mismo personaje, entre otras cosas. Por último: el desapego. Porque es efímero, porque en el momento del desarme cuando todo cae sobre la mesa, me doy cuenta de que el juego se terminó. No puedo enmarcar la ilustración. Lo más valioso fue disfrutar el momento.